Ariadna caminaba despacio y con seguridad hacia el puerto. Esperaba la llegada del barco ateniense como todos los habitantes de Cnosos. Siempre que llegaba el envío de jóvenes para el sacrificio al Minotauro se despertaba una gran excitación. Y esta vez Ariadna estaba tan expectante como los demás. Ella sabía que sus presentimientos eran reales.
El barco de velas negras ya había llegado. Ariadna se hizo paso entre la multitud apiñada en el puerto justo en el momento en que los jóvenes desembarcaban. En el instante en que vio a Teseo su corazón pegó un salto que estremeció todo su cuerpo y que en la distancia atrajo la mirada del joven ateniense. Él la miró y le dirigió una sonrisa necesaria, inevitable, como si fuera conocedor de lo que estaba por llegar.
Ariadna fue a su encuentro. Sus manos se juntaron mientras sus miradas se unían y todo a su alrededor desaparecía. Él notó un objeto extraño, un ovillo de hilo en su mano, al mismo tiempo que Ariadna le susurraba al oído.
– Con esto lograrás salir del laberinto, pero con el Minotauro tendrás que acabar tú solo. Y luego sácame de aquí, sácame de mi maldita vida. Tú eres el héroe.
Teseo, junto con el resto de jóvenes atenienses, se encaminó hacia la entrada del laberinto. La multitud, que los había acompañado durante el trayecto del puerto hasta el laberinto, se dispersó para continuar con su vida cuando el último ateniense cruzó la entrada del laberinto. Todos los cretenses conocían el final de esta aventura. Ningún ateniense saldría con vida de su encuentro con el Minotauro. Todos sin excepción serían devorados por el hijo de Pasífae y no volverían a ver a ninguno de ellos.
Esta ocasión era distinta. Sólo Ariadna lo sabía y sólo ella permaneció a la espera en las puertas del laberinto. Perdió la noción del tiempo, se dormía y se despertaba empapada en pánico. Tan reales eran sus pesadillas.
La última vez que se durmió la despertó Teseo tendido a su lado, acariciándole la mejilla.
– Todo ha salido bien.
Eso es lo que dijo el príncipe ateniense con una gran sonrisa. Ariadna contempló hechizada la radiante sonrisa de Teseo y se dejó llevar. Lástima que en ese momento no se le ocurrió mirarle a los ojos.
Por primera vez, un ateniense había sobrevivido al sacrificio del laberinto. La noticia la difundió un pastor y para cuando llegaron al puerto Ariadna y Teseo, la multitud estaba otra vez allí. Esta vez con un espectador más, el rey Minos, padre de Ariadna, que mantenía la mirada baja intentando digerir la victoria de Teseo. En parte aliviado por haberse librado del monstruo que engendró su mujer y en parte irritado por lo que la hazaña suponía, que era renunciar a la superioridad cretense frente a Atenas.
Entonces Teseo habló. Sin soltarle la mano a Ariadna, contó al pueblo cretense que había conseguido acabar con el Minotauro en una sangrienta pelea. Y con eso liberaba a Atenas del tributo exigido durante generaciones. Ningún barco lleno de jóvenes destinados al sacrificio volvería a desembarcar en Creta.
Lo cierto es que la idea de que el monstruo hubiera muerto no desagradaba a nadie. La discusión llegó cuando el ateniense, lleno de orgullo, comunicó que se llevaría con él a la princesa Ariadna para ser la reina de Atenas. Y ella encantada. Pero a Minos no le hizo ninguna gracia la idea de que su hija se fuera a Atenas y tampoco a los cretenses, que perdían así a una de sus princesas más encantadoras.
A la pareja no le quedó otro remedio que echar a correr hacia el barco. No fue el final que ambos habían imaginado. Los cretenses no despidieron al valiente héroe con vítores ni a la adorada princesa con lágrimas. Pero todos los finales implican un principio y hacia ese nuevo principio corrieron Ariadna y Teseo.
Los primeros días de travesía a bordo del barco fueron perfectos, llenos de sexo, confidencias, planes y sueños. Sin la presión a la que se ve sometido todo héroe, siempre en busca de nuevos retos, Teseo se sumergió en la dulzura de su princesa Ariadna.
Pero las velas negras que llevaba el barco presagiaban oscuridad. Le relataba con todo detalle los secretos de la ciudad donde iban a reinar, la riqueza de su palacio y le dibujaba una vida que superaba cualquier expectativa. Le narraba también todas sus hazañas de héroe griego, suavizando un poco los episodios más sangrientos. Ella se iba dejando querer y le dejaba hablar, a Teseo, que hablaba sin parar llenando todos los vacíos. Pero Ariadna quería saber algo más. Quería saber cómo había matado al Minotauro.
Un atardecer desembarcaron en Naxos para hacer un descanso. Ariadna y Teseo caminaron por la playa y se tumbaron en la arena a esperar que les llegara el sueño. Ariadna no podía más y le pidió que le contara qué había pasado dentro del laberinto. Teseo tardó un poco en contestar y entonces ella leyó en sus ojos la mentira. Vio cómo el héroe se dio la vuelta y salió corriendo agarrado al hilo de Ariadna cuando se encontró con la monstruosa figura del Minotauro. No hubo lucha, sólo huida. Pero Teseo no estaba dispuesto a airear su cobardía.
– Hice lo que tenía que hacer.
Ariadna le dijo entonces que prefería que la abandonara en esa misma playa antes que encaminarse a una vida de engaños y secretos de la mano de un impostor. Y al instante se arrepintió de haberlo dicho. Pero Teseo la tranquilizó con una frase que Ariadna recordaría siempre.
– No te escondo nada. Todo saldrá bien.
Y ambos se durmieron abrazados en la arena. Pero cuando Ariadna se despertó estaba sola en la playa. Se fijó bien en el barco con velas negras que se alejaba y en Teseo, rumbo a una ciudad donde ella ya no reinaría.
Laura Vélez